Crónica de la Supervivencia

M

anuel ya no sale todos los días antes del alba a cumplir con su trabajo como administrador. En una época no muy lejana, él podía enfocar toda su energía y dedicación a cumplir con su deber, como bien lo hacía también cualquier venezolano antes de los tiempos de la gran catástrofe. No es un terremoto, una erupción volcánica o la ferocidad de uno o varios huracanes. No. Es el enorme costo que paga todo un país y sus habitantes como consecuencia de la pésima, por no decir inexistente habilidad para gobernar de una camarilla que secuestró el poder y pretende someter desde su autocrática visión, cualquier resquicio de disidencia. No es preciso que los elementos se revelen contra el hombre, él mismo, encandilado por el poder, se encarga infelizmente de superarlos en alcance destructivo.

La evidencia está allí, todo un país, toda una sociedad reducida a escombros y minado de necesidades acuciantes. Manuel como la gran mayoría de los venezolanos, está obligado a pedir licencia en su trabajo para recorrer los pocos comercios que quedan en pie y encontrar si tiene tal prerrogativa, algún pan para mitigar el hambre, o la apremiante medicina para tratar su salud.

Manuel siente en carne propia el fardo de una catástrofe humanitaria desconocida para la mayoría de los países del orbe y mucho menos para aquellos, petroleros como el nuestro, donde sus gobiernos previsores invirtieron la pasajera riqueza del subsuelo y se adaptaron a los cambios que exige el medio ambiente natural para evitar, entre otras complicaciones, situaciones tan vergonzosas como las que atraviesa Venezuela.

La catástrofe comenzó con el difunto encantador de serpientes y continuó con su heredero. Un doloroso devenir de casi 18 años, cuya secuela continua a flor de piel: Fincas arrasadas, empresas expropiadas, fábricas destruidas, familias deshechas y un éxodo sin parangón de venezolanos talentosos, anhelantes de futuro en otras latitudes. En fin, un ambiente de desolación y pérdida sólo comparable con el causado por una guerra, y no ésta parodia, inoculada tras años de una absurda prédica de odio y venganza en las mentes de los venezolanos cuyo pretendido fin es lograr su “incondicional sumisión”.

Hoy, venezolanos como Manuel padecen las consecuencias de una conducta, caracterizada por el síndrome de la mano extendida y el deliberado afán de saquear y acabar con todo lo construido a lo largo de 40 años de afanosa estabilidad económica y democrática. La valiosa energía de Manuel o de cualquier otro venezolano tendría que destinarse para trabajar, crear o sencillamente disfrutar de la vida más que meramente, recorrer las calles de las ciudades para palear el hambre.

“La necesidad es como un aluvión que te empuja un día más para mantenerte vivo”, lee Manuel en una pared que procura ser velada con los mismos trazos del culto a la personalidad de un demagogo carismático que sembró su huella en el inconsciente colectivo de los caraqueños; una rúbrica estampada sobre los ladrillos de muchos edificios que saturan con propaganda oficial, las enormes carencias de una capital que perdió su belleza e identidad de la mano de un espurio redencionismo social que alentó la Gran Catástrofe.

Hoy Cualquier actividad, desde retirar dinero de un cajero automático hasta comprar pan en la panadería consume un tiempo desquiciante que bien podría ser destinado a tareas edificadoras para toda la sociedad: un tiempo de dedicación exclusiva de Manuel a su trabajo con la garantía de seguridad plena para la satisfacción de sus necesidades básicas; un tiempo cuando se erradique de una vez y para siempre la ominosa dependencia de una tarjeta de racionamiento semanal que lo obligue a ausentarse de su trabajo; un tiempo, en fin, que lejos de ser infecundo, sirva para edificar un país próspero, lleno de oportunidades, como una vez lo fue para él y en general para todos los venezolanos.

 

La moledora de carne

Muchos se han acostumbrado por la imposición de las circunstancias a esta humillante situación, otros refrenan su impotencia para volcar su indignación de forma organizada para enfrentarse contra la dictadura a través del único medio para el que están preparados y cuya naturaleza cívica se los permite.

Cuando los tiempos de la Gran Catástrofe eran todavía embrionarios, Las elecciones eran una práctica reiterada a través de la que el régimen se relegitimaba. Entonces contó también con el todopoderoso musculo petrolero para repartir a sus anchas y lograr atornillarse a lo largo de 18 años en el poder. Pero, esa fortuna no duraría por siempre y menos con las carencias de tales administradores.

No fueron capaces de invertir el maná del subsuelo, ni tampoco tuvieron la voluntad para hacerlo, enceguecidos con la riqueza saqueada a manos llenas. Mientras duró, la moledora de carne populista utilizó la consulta electoral para alargar su tiempo en el poder. Al agotar todos los recursos que es exactamente lo que ocurre ahora, el régimen, devenido dictadura, inhibe el Referéndum Revocatorio, frena por añadidura toda posibilidad de contarse electoralmente, y cierra filas con los dueños de los fusiles para atornillarse en el poder. Se declaran lo que son: una dictadura pura y dura.

La faz democrática, la insistencia en la realización compulsiva de elecciones, el velo democrático terminó por romperse casi al cabo de dos décadas. El barniz se derritió y con los rayos del sol se dejó ver claramente quienes estaban detrás de los sables para evitar un cambio que procurara erradicar el torniquete del hambre y la desesperanza para desmoralizar y desmovilizar a los ciudadanos.

A partir de ese momento, Manuel y la mayoría de los venezolanos tratan de asimilar esta extenuante y humillante relación con el poder. Es parte de la cotidianidad que muchos rechazan y se encuentran obligados a enfrentar día a día para poder sobrevivir. Es la paradoja de un país que vivió durante décadas de la ilusión petrolera, que unos cuantos administraron y apostaron irresponsablemente con el silencio complice de sus beneficiarios. El resultado: dilapidación y saqueo de la riqueza que pasajeramente explotaron sin ninguna contraprestación. Hoy vemos algunos afortunados sobrevivientes que asisten a automercados, farmacias o panaderías para participar de esa humillante lotería que ofrecen los administradores del hambre. Los otros, los menos venturosos, escarban en la basura en busca de sobras para atenuar el hambre que acampó en Venezuela.

 

Las colas de la sobrevivencia

Desde hace años Largas filas alineadas a tempranas horas de la mañana, constituyen un sustancial marco de la crueldad del paisaje urbano, no sólo en las ciudades, sino en los pueblos del país. Manuel, trata de aprovechar el martes, el día que “la moledora de carne” impuso su desquiciante régimen para administrar el hambre.

Antes de la salida del sol, se planta en la Av. a la espera del transporte público. A esa hora, comúnmente el hampa ya está de retirada. De cualquier modo, hay suficientes personas, quienes, como Manuel, aguardan para movilizarse donde puedan aprovisionarse para continuar con sus vidas. Algunos tienen suerte como él, pese a las largas colas de personas apostadas desde temprano para conseguir medicinas, jabón, pasta de dientes y desodorante en las pocas farmacias que van quedando en el país. Muchos infortunadamente, tendrán que regresar con las manos vacías. Otro día más en la Venezuela de la superviviencia.

20 de noviembre de 2016

Pepe Mijares/ @pepetex

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